El declive empezó en 1980 con la guerra que Sadam Husein inició contra Irán. Diez años más tarde, el país estaba militarizado y desangrado. El golpe definitivo para la sociedad era la invasión de Kuwait en 1991 y sus consecuencias: bombardeos por parte de Estados Unidos, aliados con la gran mayoría de los países árabes, y un embargo comercial que llevó a la población, desprovista de medicinas u otros bienes de importación, al borde del abismo y devolvió el país a un nivel de mortalidad infantil superado décadas antes.

Aunque la caída de Sadam Husein y las expectativas de la población habrían permitido una reconstrucción democrática de la nación, la estrategia estadounidense de enfrentar a las diversas comunidades religiosas en el juego político pronto dio al traste con la esperanza de crear una democracia. Por añadidura, las inmensas sumas gastadas supuestamente en la reconstrucción del país nunca llegaron al terreno. La aparición de atentados contra civiles contribuyó a confundir la imagen de la insurgencia que combate a las tropas de ocupación. A partir de 2004, el país se sumió en un caos dominado por el miedo. Las diversas milicias, el crimen y la probable implicación de la policía en muchas masacres han convertido Iraq hoy en una anarquía con rastro de sangre. Únicamente la región kurda —autónoma y de facto independiente desde 1991— en el norte del país goza de estabilidad, gracias a su estrecha alianza con Estados Unidos, sellada antes incluso de la invasión.