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LÍBANO
Los niños del destierro

ilya
murex
[inédito]
08 /1998 · ilya u. topper
Viven en Líbano desde hace 50 años: son palestinos refugiados de tercera generación. No tienen derechos en el país que los acoge ni apenas trabajo. Sólo piden una cosa: volver a Israel. Pero este sueño no tiene lugar en los proyectos de paz que negocia Yasir Arafat.

ABUL ABID TIENE 51 años. Hace 22 que está ciego: la metralla de una bomba israelí le alcanzó en la cara cuando capitaneaba a un grupo de combatientes palestinos en el sur del Líbano. Una cicatriz dibuja una media luna en su frente, casi tan negra como sus gafas. Lo llaman "El Sultán". No tiene ningún cargo en la administración del inmenso campamento de Ain Hilweh, en el que entre 70.000 y 100.000 palestinos viven en una especie de estado en el estado. Ain Hilweh, el mayor núcleo de palestinos en Líbano, dista escasos minutos del centro de Sidón, la metrópoli del sur de este pequeño país mediterráneo, que a pesar de una de las guerras civiles más cruentas de la historia, no ha perdido su fama de ser la Suiza de Oriente Medio. Las calles de Sidón bullen de coches americanos, teléfonos móviles y vendedores de fruta. Los libaneses disfrutan del milagro de la reconstrucción a toda prisa y a toda costa. Los palestinos repiten, como una letanía, un sueño que hoy alcanza medio siglo sin cumplirse: volver a casa.

Salam Faray, apodado Abul Abid, el sultán, ya no cree en la guerra. Pertenece a una generación de hombres criados en un exilio reciente y doloroso, hombres que en su día juraron borrar del mapa el estado zionista para recuperar su patria y volver a una tierra que no recuerdan. Abul Abid cumplía un año cuando se proclamó el estado de Israel y miles de familias tuvieron que emigrar. Se crió en Egipto, donde se convirtió en deportista, antes de trasladarse al Líbano, para luchar contra los ocupantes de su patria. Hace tiempo que ha dicho adiós a las armas. No le importa regresar a un Israel gobernado por Netanyahu. Pero no puede: "Ya me han denegado tres veces el visado, alegando que soy culpable de matar a soldados judíos". Hoy por hoy, Abul Abid prefiere que las armas callen. "Hoy empleamos las ideas y las palabras", explica. "No queremos que corra la sangre. Pero si Israel no cede y no escucha las decisiones del mundo, exigiremos al mundo que asuma sus responsabilidades".

Cambiar un exilio por otro

Es una frase que repiten mucho en Ain Hilweh y en Rachidía, en Al Bas y en Chatila, en la docena de campamentos de refugiados que siembran Líbano desde el extremo sur hasta el fértil valle del Bekaa, lindante con Siria. La opinión internacional es el gran aliado para estas generaciones sin futuro, desesperadas de esperar, que sólo se aferran ya a una idea: que todo el mundo ha reconocido que ellos tienen la razón de su parte. Y tal vez sea lo único que tienen. Meros espectadores del proceso de paz que Arafat intenta impulsar en Gaza y Cisjordania, saben que nadie hablará de ellos cuando se firmen los acuerdos con Netanyahu. El estado independiente que Arafat pretende proclamar en mayo, no es el suyo: la mayoría de estos refugiados ha nacido en tierras que no están dentro de las fronteras que negocia Arafat. Una nueva migración hacia una minúscula Palestina independiente sólo significaría cambiar un exilio por otro.

Tampoco muestran mucha confianza en la mediación de Estados Unidos. "Preferimos las relaciones con los europeos, que están más cerca. En sentido geográfico y cultural. Los europeos están de nuestro lado de verdad", afirma Abul Abid, para elogiar a continuación el papel de España: "Es una buena amiga para el pueblo palestino. España no se doblegaba ante Israel hasta hace muy poco. Y muchos palestinos estudian en las universidades españolas. Tengo un amigo que se doctoró en Madrid". La palabra independencia no es la más frecuente en las conversaciones que, al caer la tarde, afloran en el patio de Abul Abid, bajo las amplias enramadas de parras. El Sultán lo expresa de manera tajante: "Queremos un estado mixto, donde todos, judíos y palestinos, podamos vivir en buena vecindad". Los jóvenes asientan. No se trata de satisfacer un orgullo nacional sino, simplemente, de volver a casa. A una tierra que para la gran mayoría de los habitantes del campamento, es más mito que realidad.

También la paciencia se agota. El vecino Hassan Jatib irrumpe con amargura: "El proceso de paz no existe. Estamos esperando desde hace 50 años y no hay cambios. Necesitamos la presión de todos los países europeos y árabes. Y también necesitamos fusiles. Si no tenemos armas, Israel no nos tendrá miedo". Hassan está convencido de que una nueva lucha armada será inevitable si Israel no cede. Hasta el tolerante Sultán afirma sombrío: "No queremos la guerra, no nos gusta. La he vivido en mis carnes y perdí la vista. He recibido muchas heridas, he perdido a amigos, a familiares y a mis padres. Ahora sólo queremos la paz. Pero si Israel no acepta la paz, si no responde al mundo, le diré a mi hijo que combata".

Síndrome de gueto
           
El síndrome del gueto es evidente en Ain Hilweh. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas personas habitan en este puñado de kilómetros cuadrados cubiertos por un océano de casas, casuchas, chabolas, callejuelas, tapias y murallas sin encalar. El censo oficial cifra en 35.000 los habitantes del campamento, pero sólo cuenta a aquellos que llegaron en 1948. Los palestinos denuncian que las olas de inmigrantes que arribaron a Líbano como consecuencia de las sucesivas victorias de Israel y la anexión de otros territorios, no son reconocidos como refugiados políticos por el estado libanés. Mientras los primeros disponen de documentos oficiales que les acreditan como refugiados, sus familiares que llegaron una década más tarde, viven en una situación de semilegalidad. De ahí que las estimaciones hablen de 50.000, 70.000 o incluso 100.000 habitantes. Ain Hilweh acoge a la mayor concentración de refugiados palestinos, que suman unos 300.000 en todo Líbano.

Samra es una chica de veinte años que estudia en Sidón para técnica de laboratorio. Su inglés es fluido y su risa franca contrasta con la apariencia seria del hiyab blanco, el pañuelo que se ha convertido en toda una seña de la identidad islámica. Aunque en las bulliciosas calles de Sidón y de Beirut, muy pocas mujeres visten el hiyab, éste gana cada vez más adeptas entre las palestinas. Y no se trata precisamente de una prenda de vestir tradicional: Samra reconoce que "no es por la tradición, sino por la religión". El pañuelo identifica a su portadora con una ideología concreta. Samra, aunque charla animadamente con los periodistas, no les puede dar la mano al despedirse: su padre no le permite tocar a ningún hombre. Tampoco puede salir sola a la calle ni volver después del anochecer, excepto cuando se dirige a la casa del Sultán, cuya integridad moral es reconocida por todos los vecinos.

Abul Abid admite que sus cuatro hijas tampoco deben salir a la calle solas, pero se muestra abierto hacia otras costumbres. "En las familias conservadoras, los padres prohíben a sus hijas que hablen con los hombres. Sólo pueden salir de casa para recados y cuando les acompaña un hermano. Pero no todas las familias son así". Añade que "nosotros, en Oriente, intentamos supervisar a nuestros hijos, pero los jóvenes prefieren una vida más individual. Quieren cambiar". El Sultán sabe que las normas tradicionales contribuyen a agudizar las limitaciones del campamento e impulsan a emigrar a los jóvenes. "Cuando llegan a Europa, encuentran un mundo insólito, un respiro. Intentan casarse pronto en España, Alemania, Francia...".

De hecho, el hermano mayor de Samra se ha casado con una chica hispana en Estados Unidos, algo que no sólo significa una escapatoria a las férreas tradiciones familiares, sino que también le proporciona un pasaporte estadounidense. Una hermana ha contraido matrimonio con un sirio de Damasco, hecho por el que accede a la nacionalidad siria. "Cualquier pasaporte es mejor que el que tenemos" suspira Samra. Y cualquier vida, aunque sea el de una ama de casa en el clima tradicionalista reinante en el país vecino, es mejor que el gueto de Ain Hilweh.

Amor y disparos

En el campamento palestino, el amor está muy cerca de la muerte. Abul Abid no lo oculta: "Si un chico 'intenta' algo con una chica, el padre o el hermano mayor lo buscará y lo matará. Y a veces a la chica también, si fue ella quien sedujo a él". El Sultán añade que no ocurre con demasiada frecuencia: "Las chicas tienen miedo y no hacen nada. Apenas se atreven a saludar de pasada. Sólo conversan con los chicos cuando están en grupo".

El aire represor de Ain Hilweh contrasta con las alegres calles de Sidón, donde las camisetas europeas, los vaqueros y los vestidos cortos encuentran a muchas seguidoras entre las jóvenes libanesas. El bikini es habitual en las playas de este pequeño país árabe y la televisión emite en directo imágenes de una pasarela de moda de Beirut donde atrevidísimos modelos desfilan bajo las cámaras. Nada de este espíritu liberal que sigue convirtiendo el Líbano en destino turístico para miles de árabes ricos, traspasa los controles fronterizos de los guetos palestinos. Aunque los adolescentes cruzan con frecuencia a Sidón para darse un chapuzón en la playa o pasear por la ciudad, la atmósfera en el campamento sigue dominada por los omnipresentes carteles de Yasir Arafat, las banderas pintadas en las paredes y las frases en árabe que proclaman una pronta victoria. Sólo dentro de las casas, las pintadas hacen alusión a equipos y jugadores de fútbol. Los jóvenes no quieren una patria. Quieren tener ídolos, un trabajo, una pareja.

Pero la pareja libremente elegida es una sueño lejano, las estrellas del pop evitan en sus giras el polvorín de Oriente Próximo, y la búsqueda de un trabajo naufraga en las barreras impuestas por las leyes libanesas: el gobierno no reconoce a los palestinos el derecho a ejercer públicamente de médico, arquitecto, abogado o ingeniero y les veda así prácticamente todos los oficios cualificados. Sólo pueden acceder a trabajos de peón en la agricultura y la construcción. La falta de toda perspectiva de futuro abona el campo para los movimientos más fundamentalistas. Muchas familias se aferran a las tradiciones, ya que no les queda mucho en qué creer. El resultado es que hasta niñas de apenas diez años empiezan a llevar el hiyab. Quienes favorecen esta ideología, son también contrarios a uno de los escasos espacios que queda para la infancia de Ain Hilweh: los clubes y campamentos que dirige Alya Shana'a.

Niñas con pañuelo

Alya Shana'a es una mujer bajita y siempre risueña de 55 años. Es palestina, aunque tiene cierto aire de sudamericana. Es la coordinadora de los proyectos que la organización inglesa Save the Children mantiene en Sidón. Cientos de niños palestinos encuentran cada año la risa gracias a las actividades de esta ONG internacional, cuya fundación se remonta a 1919. Alya trabaja con ellos desde 1984. Estudió Magisterio en Egipto donde ejercía hasta que, en 1982, este país decidió no renovar los permisos de trabajo de cientos de palestinos. Este mismo año Alya llegó al Líbano, donde le sorprendió la invasión israelí. Empezó a trabajar con el UNRWA. Detrás de estas siglas, omnipresentes es los campamentos palestinos, se esconde la Agencia Humanitaria de Naciones Unidas. Esta entidad ofrece alimentos y atención sanitaria a los más necesitados. Pero Alya sabe que no es suficiente, aunque no se vean niños malnutridos en las calles. "Los niños aquí necesitan más que nutrición. Viven en casas hacinadas, con una habitación o dos; no tienen un espacio para ellos, donde puedan sentirse en un lugar privado. El efecto psicológico es devastador. También las calles son estrechas... en definitiva, los niños no tienen a dónde ir".

Alya Shan'a se mueve con dificultad, pero sin perder nunca la sonrisa, entre un centenar de niños y niñas que corretean por el amplio recinto del campamento de verano de Aramon, al sur de Beirut. El edificio es un orfelinato libanés, dirigido por una asociación islámica. En verano, casi todos sus jóvenes habitantes están de vacaciones con algún familiar, y 150 palestinos - 100 varones y 50 niñas entre 9 y 12 años - se mezclan con la decena de huérfanos libaneses que no tienen quien les espere. "Este año son unas cuantas niñas menos que en años anteriores" lamenta Alya. "Hay familias que no han vuelto a mandarnos a sus hijas, ya que algunas fracciones fundamentalistas les disuaden de hacerlo. Su influencia es creciente". Entre las niñas de apenas diez años que tiran de cuerdas o se persiguen a gritos, hay dos o tres que ya llevan el pañuelo islámico, el típico hiyab.

Algunos niños palestinos también son huérfanos, pero la mayoría viene de familias con dificultades: "Violencia, abusos físicos y psíquicos" enumera Alya. "Necesitan socializarse, aprender a jugar en equipo, mejorar su autoestima..." Diez trabajadores sociales y voluntarios palestinos organizan juegos de cuerda, partidos de fútbol y competiciones. En el pasillo del edificio hay grandes carteles - pintados por los propios niños - que pregonan el flexible horario del campamento. Incluye excursiones, talleres de artesanía, debates de equipo y sugerencias, "canciones y gritos" ("para soltar la adrenalina", explica el voluntario Qasim), juegos y tres comidas. Tampoco falta un buzón de quejas y sugerencias que, a tenor de Qasim, recibe abundantes notas.

Mohamed Jarraz, de nueve años, viene de un campamento de refugiados en el valle del Beka'a y asegura estar feliz en Aramon. "Me quedaría aquí, no quisiera volver a casa" afirma. ¿No está bien en casa? "Sí, también, pero aquí te enseñan a pintar, a escribir, hay excursiones...". ¿No le enseñan a escribir en la escuela? "No es lo mismo. Sólo critican lo que hacemos mal, no nos enseñan". ¿Le pegan sus padres? "No, no me pegan" afirma Mohamed rápido, antes de seguir dibujando. Qasim explica que los primeros días son todo un reto para los diez trabajadores sociales: "Un 80% de los niños no saben utilizar un cepillo de dientes. Otros se aislan y no quieren estar en ningún equipo. Un 4% no muestra interés en nada. Al final de tres semanas de campamento, esto se ha convertido en una gran familia. Cuando llega la hora de partir, todos los niños lloran. Los educadores, también", confiesa Qasim.

Alya Shana'a mantiene buenas relaciones con otras ONG y consigue así cuidar la salud de los niños bajo su custodia, tarea nada fácil desde que se derrumbó el antaño excelente sistema del Creciente Rojo palestino, al dejar de recibir fondos de Arabia Saudí. El sistema de salud libanés está totalmente fuera de alcance de la mayoría de los palestinos: un día en un hospital privado puede costar entre 40.000 y 100.000 pesetas. El UNRWA, por su parte, sólo ofrece atención primaria, centrada sobre todo en las vacunas. "Las estadísticas sobre inmunización infantil que mantiene el UNRWA se leen muy bien - opina un médico adscrito a una ONG internacional que prefiere mantener el anonimato - pero son papel mojado, ya que no contemplan el porcentaje de palestinos que nunca acude a los centros". Además, el UNRWA sólo censa a los palestinos que llegaron a Líbano en 1948, y sus cifras no incluyen a aquellos que entraron después. La atención en urgencias tampoco llega muy lejos: el UNRWA dispone de un pedíatra en todo Líbano y así, hasta las enfermedades más fáciles de tratar se convierten en una cuestión de vida y muerte. "Hubo una niña que estuvo cuatro meses enferma; a mí me llamaron cuando estaba entrando en coma. Simplemente tuvo un diabetes que nadie diagnosticó" recuerda este facultativo.

Enseñar a ciegas

Si el sueño de Abul Abid se convierte en realidad, algunos de los niños más desfavorecidos de Ain Hilweh mejorarán sustancialmente su calidad de vida. El Sultán ha conseguido la cesión desinteresada de un semiderruido hospital palestino, situado en la parte alta del campamento, para crear un centro de atención a ciegos y discapacitados físicos. Las murallas muestran varias brechas causadas por los morteros de Israel, pero Abul Abid no duda de que el inmueble es recuperable. De momento, ha recibido sendas subvenciones de los gobiernos de Italia y Noruega y piensa en reclutar una plantilla de enseñantes para las diversas materias que se impartirán en el centro. Abul Abid enumera orgulloso: "Árabe, inglés, lectura del braille, Historia, Matemáticas, manualidades y artes". Su primera preocupación es la ceguera, que sigue siendo frecuente entre los palestinos, y no sólo entre los veteranos de guerra. "Muchos niños pierden la vista por enfermedades curables o por la carencia de vitaminas", denuncia Samra.

Abul Abid, qye ya ha dirigido un centro para ciegos antes de la guerra civil, recuerda que en 1977 contó a 600 ciegos entre los refugiados, pero estima que su número ha aumentado considerablemente. Abul Abid repite que su centro estará abierto a todos los discapacitados, ya sean palestinos o libaneses, cristianos o musulmanes. ¿También a los judíos? "A cualquiera" responde tajante Abul Abid.

En Ain Hilweh se nota cierto rechazo hacia los libaneses. Los soldados que vigilan la entrada, metralleta en ristre, no contribuyen a reducir la tensión. También los palestinos montan guardia, aunque más bien de forma simbólica. Los adolescentes se quejan del absurdo control gubernamental, que según ellos sólo pretende incomodarles. "El gobierno intenta aplastarnos poco a poco" afirman. En Beirut también se alzan voces que denuncian esta situación. El director general del Ministerio para Asuntos de Desplazados, Hisham Nasser Eddine, afirma que su partido, - el Partido Socialista Progresista, dirigido por el ministro druso Walid Jumblat - presiona para mejorar la situación de los palestinos. "No es cuestión de integrarles o no, sino de tratarles como seres humanos", opina Nasreddin, sumido en la tarea de ordenar el regreso a sus casas de 60.000 familias libanesas desplazadas durante la guerra. "Tienen derecho a vivir y a trabajar. Son personas que han sufrido la ocupación israelí y todos los libaneses deberíamos presionar a nuestro gobierno para que los atiendan" remacha para concluir que "sea cual sea la ley, hay un derecho humano".

Escondites de armas

Muchos libaneses ven con escaso agrado las reivindicaciones palestinas. Cherif Siklawi es uno de ellos. Cherif es encuadernador, tiene 42 años, escribe poesía y milita en la facción chií moderada Amal. "Estamos un poco hartos de aguantar a los palestinos", se queja Cherif. "Vinieron hace 50 años como refugiados y empezaron a utilizar nuestro país como base para su combate contra Israel. Han provocado la invasión de Israel y la guerra civil. Nosotros dimos la cara por ellos y nos costó mucha sangre, aparte de perder una franja de nuestra tierra que Israel mantiene ocupada. Claro que seguimos estando de su parte, su lucha por Jerusalén es nuestra, pero mientras los palestinos estén en Líbano tendrán que aceptar nuestras leyes".

Cherif ha puesto el dedo en la llaga: los campamentos palestinos están cercados por militares libaneses, pero ningún policía puede penetrar en su interior. Dentro, la única autoridad es la OLP, el movimiento liderado por Arafat. Las armas que se acumulan en los escondites de Ain Hilweh escapan al control de Beirut. "Vinieron como huéspedes y luego han querido ser los dueños de la casa," critica este modesto encuadernador, convertido en analista político. "Si los palestinos quieren disfrutar de todos los derechos, también deberán aceptar la justicia del país que los acoge. No pueden mantener un estado dentro de un estado".

El pequeño y superpoblado país de Líbano - con tres millones y medio de habitantes en un territorio de apenas 10.500 km2, - podría tal vez absorber a los más de 300.000 palestinos, si éstos intentasen asimilarse. Pero la integración es tabú para los refugiados: el fin de la espera sólo puede ser el regreso, nunca la resignación. Las restricciones arbitrarias del gobierno tampoco allanan la barrera que divide a libaneses y palestinos. Así, en el campamento de Rachidía, 17.000 habitantes, en el extremo sur del Líbano, está prohibido realizar la más mínima obra de albañilería. No se pueden introducir ladrillos ni hormigón en el recinto, excepto con una certificación del UNRWA que acredita la necesidad de obras para reparar una casa.

Rachidía cuenta, aún así, con una ventaja que mejora la calidad de vida de sus habitantes: dispone de amplias tierras sembradas con maíz, alubias y calabazas, amén de una fuente en medio del campamento, donde niños de diez años lavan la ropa y los cacharros de la cocina, se bañan o recogen agua para sus casas. Desde los altos del campamento se distingue la costa que se pierde en el brumoso sur. A apenas 18 kilómetros de distancia está Palestina, hoy Israel. "De noche vemos las luces de las casas en las que vivíamos hace 50 años", asegura un viejo. "Volveremos".


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