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Ediciones Oriente Mediterraneo

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Zineb El Rhazoui
Zineb El Rhazoui
[Dic 2011]
ZONA  columna 

Las revoluciones árabes, un año después

¿Qué queda hoy del gesto de desesperación de Mohamed Bouazizi, del arrojo de la juventud de Túnez, del romanticismo casi irreal de la plaza Tahrir? Casi un año después de que se desencadenara algo que para el siglo XXI será un momento histórico mucho más profundo que el 11-S, las preguntas sin respuestas dejan mudos a los comentaristas más hábiles.

Nunca antes en la Historia contemporánea, incluido cuando el orden antiguo del mundo de la posguerra saltó en pedazos tras la caída del Muro de Berín, una aceleración de sucesos tan grande ha cambiado los parámetros estratégicos y de civilización. En un periodo de pocos meses, la furia de los pueblos sedientos de libertad y dignidad ha barrido regímenes tan poderosos como absurdos. Las revoluciones árabes han inspirado una conciencia planetaria en contracorriente al gobierno mundial

Es evidente que un año es poco. Entender las transfiguraciones políticas y sociales tan rápidas en un periodo tan breve es una tarea ardua, y hacerlo en situaciones tan diferentes es imposible. Sobre todo porque el propio proceso está lejos de haber concluido y parece generar otros, cual muñecas rusas. Un año después, la primavera árabe no ha hecho más que liberar su primera onda de choque. Algunos ya apuestan sobre los efectos que tendrá, previsibles o insospechados, que seguirán desarrollándose en los años venideros.

Las revoluciones árabes han inspirado, además, una toma de conciencia planetaria en contracorriente al gobierno mundial. Desde los indignados de Madrid a los ocupantes de Wall Street, este movimiento, convertido en mundial gracias a la potencia fenomenal de la revolución informática probablemente sea comparable, a escala de la humanidad, a la revolución industrial de Europa en el siglo XIX o incluso el Renacimiento italiano en el XVI. La historia se encargará de medir su alcance.

La ceguera de Oriente

Dicho esto, hay hechos innegables. El primero es que la teoría de la estabilidad de los países llamados árabes no está en absoluto garantizada por el poder de los tiranos. El pragmatismo de Occidente, cuya diplomacia está aún a menudo impregnado de orientalismo, tenía como doctrina el lema: “Mejor Ben Ali que Ben Laden”. Occidente, impregnado de orientalismo, tenía como doctrina el lema: “Mejor Ben Ali que Ben Laden”

Se ha visto cuando Jacques Chirac visitó la Túnez de Ben Ali, afirmando que el primero de los derechos humanos era el de tener pan, y más tarde con el discurso de Sarkozy en Dakar, donde reiteró que los valores universales tienen una geometría variable y que las civilizaciones, según él, no tienen las mismas aptitudes para asumirlos como suyos.

Las revoluciones árabes derriban en cinismo de Occidente, cegado por los dirigentes desconcertados por el despertar de los pueblos de la región. Las tesis culturalistas han cedido su lugar a las teorías nacidas del desconocimiento de la realidad.

Quienes, hasta ahora, sostenían que los pueblos árabes tenían la opción de elegir entre la peste y el cólera, entre los regímenes dictatoriales y el diluvio islamista, deben admitir ahora que existe una tercera vía, la de una juventud que aspira a la libertad y que ha tenido que salir a la calle y aguantar los disparos para que se le escuche.

Por muy dispares que sean las sociedades de la región, hay un denominador común que une los regímenes déspotas de África del Norte y Medio Oriente. Monarquías absolutas, repúblicas hereditarias, autocracias militares, regímenes unipersonales o fundadas sobre lazos tribales: a todos les afecta la rebelión de la calle.

El que algunos de sus líderes, como en Siria, Jordania o Marruecos, sean más jóvenes que antes nunca ha sido sinónimo de una dinámica que garantice una verdadera transición democrática. Es un señuelo, una falsa garantía de moderación y de renovación que, sin embargo, ha sido durante mucho tiempo aplaudida por la diplomacia occidental y por la prensa internacional para la que bastaba con desplegar este aparato para que se hicieran eco de la más vil propaganda.

Durante la década que acaba de terminar, algunos países han creído vivir, efectivamente, un muy breve momento de una frágil primavera, tras la transición genealógica del poder. Monarquías absolutas, repúblicas hereditarias, autocracias militares, a todas toca la rebelión de la calle Cuando Bashar Asad llegó a la jefatura de Siria dejó entrever una mínima esperanza de apertura, antes de efectuar un rápido giro que le convirtió definitivamente en digno heredero de su padre. En Jordania, ni el aura de modernidad ni el glamour con el que se rodea la monarquía convencerán al rey Abdalá de levantar la capa de plomo que pesa sobre su pueblo.

En Marruecos, donde Hassan II murió en 1999 a una edad relativamente joven ―70 años― tras un largo reino en solitario, el pueblo se dejó seducir al principio por algunas muestras de ruptura que ofreció Mohammed VI, antes de que el Movimiento 20 de Febrero agotara todo el crédito de simpatía del que el monarca aún se beneficiaba. Podríamos preguntarnos de todas formas si el movimiento rebelde habría sido igual de moderado como parece serlo ahora si el viejo Hassan II estuviera aún con vida. Hoy tendría la edad de Mubarak.

El fantasma de la transmisión hereditaria que acechaba en Egipto con Gamal Mubarak, al que su padre había destinado a tomar los mandos del país, y en Libia, donde Seifalislam ya había sido investido con amplios poderes oficiosos en contra de toda lógica de Estado, ha terminado convenciendo a los pueblos del carácter irreformable de los regímenes presentes. Una brecha era suficiente para que el volcán explotara.

Islamistas por defecto

Un año después, la imagen romántica de las revoluciones espontáneas, llevadas a cabo por una juventud apolítica, independiente, movida únicamente por su ideal de dignidad y su sed de libertad, parece estar algo mermado por la llegada de los islamistas al poder. Pero ¿hay que alarmarse por su victoria? Al fin y al cabo, ¿no han sido arropados, en Túnez, Egipto y Marruecos, en contextos muy diferentes, por la voluntad popular? El islamismo que hoy brota
de las cenizas de las dictaduras derrocadas es
su heredero directo

La realidad es más amarga: el conservadurismo reinante y el avance de la religiosidad se deben en primer lugar a la ignorancia sembrada por los propios regímenes dictatoriales. Los tiranos árabes, apoyados por un Occidente que tenía miedo de ver propagarse la onda islamista hasta el corazón de la sociedad, paradójicamente han favorecido su ascenso mediante la asfixia de la cultura de debate y de todo espíritu crítico. El islamismo que hoy brota de las cenizas de las dictaduras derrocadas es su heredero directo.

Aún así queda una esperanza. Frente a una clase política desfasada, esclerótica y moribunda, los jóvenes revolucionarios árabes no dejarán de convertirse en el futuro en una nueva fuerza política que lucherá contra toda tentación teocrática.

Sea en los países donde se celebran por primera vez elecciones libres, sea en aquellos donde los propios regímenes autoritarios llevan a cabo reformas de fachada, como en Marruecos: los que han acudido a las urnas han apostado por un voto contestatario, llevando al poder a esta fuerza política relativamente virgen, y que se presenta sobre todo como instrumento de la lucha contra la corrupción.

La llegada de los islamistas al poder revela sobre todo una gran miseria política. De hecho, probablemente sean elegidos en el tablero de los partidos porque pertenecen a las formaciones situadas más en las antípodas del régimen. A todas luces, la verdadera simpatía política de los ciudadanos se reserva a los jóvenes revolucionarios que, sin embargo, no se han constituido en partido. Esto seguramente ya no será así en los años que vienen, por lo que los equilibrios políticos en los países de la región prometen cambiar considerablemente.

Al fin y al cabo, el botín de guerra más preciado que han formado las sociedades en su revuelta es con certeza la excelente élite política de jóvenes activistas y revolucionarios que en el futuro serán empujados a implicarse en la gestión de sus países.

La dignidad antes que el pan

Hay que reconocer, de todas formas, que el gran dominó revolucionario parece encasquillarse en algunos países. El régimen marroquí por cierto, que es una excepción en una región marcada por al decadencia de los Estados, todavía se pinta como una monarquía vanguardista, como si el primer ministro, el Parlamento y la Justicia fueran instituciones que se beneficiaran de cierto reparto de poder, respecto al Palacio. Algo totalmente falso. Las revueltas árabes, aunque nacidas en el terreno de las desigualdades sociales, no fueron revueltas del pan

Siguiendo la estela de Túnez, Marruecos ha vendido su auge económico de fachada, la pretensión de desarrollarse sin fricciones, y ha negociado un acuerdo de asociación privilegiada con Europa. Sólo raramente se habla del poder absoluto de Mohammed VI, el giro en materia de seguridad, las restricciones de los derechos humanos o la frecuente manipulación de las urnas.

La caída del régimen de Ben Ali a demostrado, no obstante, que la modernidad y el desarrollo no se pueden fundamentar sobre cimientos feudales. ¿Hay que recordar que las revueltas árabes, aunque nacidas en el terreno de las desigualdades sociales, no fueron revueltas del pan? También conocen la rebelión países como Arabia Saudí y Bahréin, atiborrados de los ingresos del petróleo y el gas.

Países como Líbano, Iraq o Argelia parecen flotar por encima de la situación de sus vecinos. En Iraq, la economía está exangüe, inerte. La trasplantación de la democracia por la fuerza ha dejado finalmente un sabor de ceniza en la boca de los iraquíes que creen, con razón, que se les ha “robado toda posibilidad de revolución” y que la suerte reservada al dictador no ha sido una decisión de los propios iraquíes.

En Líbano, los años de guerra civil y un comunitarismo sin igual han convertido el país en un verdadero caso aparte. Una estaría tentada incluso de decir lo mismo de Argelia, petrificada por la década negra, pero donde la sociedad civil denuncia con fuerza el simulacro de reformas que ha concedido Abdelaziz Bouteflika. ¿Hay derecho a perder la esperanza en Argelia o Siria, si el pueblo ha podido salir de la dictadura de Gadafi?

El resultado: incluso si los argelinos no han salido a la calle con tanta asiduidad como sus vecinos, su presión contra la nomenclatura militar que los gobierna ha terminado por dar sus frutos con el levantamiento del estado de emergencia. Hoy, bajo una apariencia imperturbable, el aparato argelino se está erosionando bajo innumerables huelgas sectoriales.

De hecho, al igual que en Marruecos, donde la tiranía se ha puesto guantes de seda, Argelia se enfrenta a una frustración colectiva, sobre todo porque la considerable maná del gas natural beneficia únicamente un minúscula oligarquía y abandona a la mayor parte de la población en la miseria y la desesperación. Las reformitas del régimen no han tenido impacto alguno en una sociedad que acusa a la vieja guardia de haber quitado la vida a las instituciones.

La calle ya no tiene miedo

¿Hay derecho de perder hoy la esperanza de un cambio en Argelia, en los países del Golfo o en Siria, si los pueblos, en su voluntad de liberarse, han podido salir de la más oscura de las dictaduras, la de Gadafi?

El linchamiento del tirano, ese pecado original sobre el que se construye el nuevo Estado libio ¿no es al fin y al cabo un reflejo de la brutalidad con la que el régimen de Trípoli trataba a su pueblo? ¿Quién puede predecir hoy el fin de Bashar Asad, que reserva una barbarie sin precedentes al pueblo sirio en lucha por su dignidad?

Sea en Libia, que sale de cuarenta y dos años de desierto cultural, social y político, sea en Siria, donde una brillante sociedad civil fue amordazada hasta en sus manifestaciones más anodinas, el futuro será mejor con certeza. Una vez caída la barrera
del miedo, los pueblos se rebelarán tantas veces como sea necesario

El mundo entero ha seguido, impotente, a los jóvenes que salían a manifestarse como uno se encamina al matadero. La dignidad o la muerte. Si el pueblo de Damasco parece hoy totalmente abandonado a su suerte por la comunidad internacional, el CNT libio, por su parte, trabaja laboriosamente para trazar los contornos de las nuevas instituciones.

Cualesquiera que sean los peligros que acechan a los nuevos Estados, los pueblos han ganado hoy una garantía: la de haber tomado su destino en sus manos. En Egipto o Yemen, por muy distintas que sean las situaciones en estos dos países, la decapitación del Estado no parece haber producido un cambio de régimen. Pero una vez caída la barrera del miedo, los pueblos se muestran proclives a rebelarse tantas veces como sea necesario para extirpar el totalitarismo de raíz.

Un año después, Bashar inflige todos los días un baño de sangre a su pueblo. Las valientes manifestantes de la Plaza de la Perla en Bahréin se pudren en chirona ante la indiferencia general. Argelia aún no se ha movido. Iraq lamenta que Sadam ya no esté para que el pueblo pueda derrocarle. Egipto reemplaza a un dictador con un Consejo de dictadores. Túnez aún no ha juzgado a Ben Ali. Libia se justifica todavía por la intervención de la OTAN. Arabia Saudí aún no permite que las mujeres conduzcan y Marruecos se ha dotado de una Constitución a medida para sacralizar el poder absoluto del 'rey-dios'.

Sí, pero la esperanza está ahí, definitivamente. Esto es lo fundamental que ha cambiado. Respecto a la sabiduria política de los pueblos liberados, ¿cómo exigirla a las naciones exangües que apenas salen de las tinieblas del absolutismo? Porque para que un pueblo sea sabio, antes tiene que haber sido libre durante mucho tiempo.