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Topper
Ilya U. Topper
[Marzo 2012]
ZONA  columna 

Banderas antiguas

Tienen todas entre cincuenta y sesenta años. Miran a la cámara desde su esquina, entre libros, en un jardín, fumando. Con toda su vida, su militancia a cuestas. Miran de frente. Y entre las fotos, todas en color, hechas ayer, salen algunas en blanco y negro. De cuando ellas tenían veinte años.

Tenían veinte años y todo el futuro en la mirada. Saludando al objetivo, el pelo corto al viento, balanceándose en un columpio, derrochando risas, montando en bicicleta. Tenían veinte años y eran trabajadoras, militantes socialistas, comunistas, pero sobre todo feministas. Corrían los años sesenta y setenta en Turquía. Cuando el golpe de Estado de 1980, muchas pasaron por la cárcel. Tenían veinte años y todo el futuro en la mirada, el pelo corto al viento, derrochando risas, montando en bicicleta

Hoy, treinta y cuarenta años después, tienen cierta amargura. Lo que entonces era un sueño cercano, al alcance de la mano casi, al otro lado de las rejas, una sociedad igualitaria, una vida donde una mujer vale lo que un hombre, y donde un trabajador lo que cualquier ser humano, no ha llegado.

No del todo. La sociedad arrastra los pies y ellas, fumando, leyendo, observan con pesadumbre que aún queda casi todo por hacer. Que las chicas de veinte años de hoy tienen que lidiar aún con lo mismo que ellas. También con la cárcel, si son kurdas. Que la ley que iba a combatir la violencia contra la mujer se ha vuelto a llamar ley de protección de la familia. Cuarenta años para eso.

Las fotos —el filme es de Gülfer Akkaya— me recuerdan otro reportaje, éste de Marruecos y publicado en la revista Femmes du Maroc hace una década o así. Eran entrevistas con las mujeres que en los setenta y ochenta organizaban los sindicatos, escribían panfletos, editaban revistas clandestinas, pasaban por la cárcel, sufrían torturas, hacían huelgas de hambre, sobrevivían para contarlo. Otras murieron entre rejas. Quedaban sus fotos, en blanco y negro. El pelo corto al viento. Entonces, una sociedad igualitaria era un sueño por el que dar la vida; hoy no queda ni la esperanza

Puede sonar cínico decir que había cierta nostalgia en las entrevistas. Pero sí la sensación de que entonces, una sociedad igualitaria era un sueño por el que dar la vida y que veinte años después, ya no quedaba ni la esperanza. Hoy se tortura menos en Marruecos, se escribe y se publica más, y de algo ha servido internet, pero algo se ha perdido: la conciencia de la sociedad de que todo iba a cambiar, que la revolución estaba a alcance de la mano, el hermanamiento de quienes creían en la igualdad. La lectura de filósofos y pensadores rebeldes, sin dios ni amo.

El amo nunca se fue y dios ha vuelto a las universidades, tomadas ahora por asociaciones de estudiantes cuyas dirigentes enarbolan el velo como bandera y cuya máxima aspiración —y reivindicación— es ocupar un puesto de funcionario. Ya nadie habla de liberar el cuerpo. Los adolescentes de hoy insultan a las militantes de entonces cuando toman el sol en bikini en la playa. Es una lenta y amarga derrota. En Argelia fue más rápida y fue terriblemente sangrienta.

También fue en los setenta cuando la egipcia Nawal Saadawi escribió Mujer en punto cero. En los años cuarenta se hizo agnóstica: Si no eres justo, dios, y prefieres a mi hermano porque yo soy niña, dejaré de creer en ti, le amenazó a los diez años. En los noventa, los religiosos egipcios intentaron divorciarla por la fuerza de su marido, por impía. En 2007 la interrogaron bajo la acusación de apostasía.

Los adolescentes de hoy insultan a las militantes de entonces cuando toman el sol en bikini en la playa

Un amigo, periodista iraquí, tenía enmarcada en su casa en Bagdad la foto de la promoción de su mujer, que se graduó en Química en los ochenta. El pelo corto, casi rubio, al viento, mirando a la cámara. Era fácil imaginarse el amor de los dos jóvenes. Pero él tenía que señalármela: no había manera de reconocer en la estudiante la mujer que ahora lleva un pañuelo cerrado y se resiste a sentarse a comer con los hombres.

También hay una foto en blanco y negro en un bar de Madrid. Una chica camina, tensa, en una plaza en la que sólo hay hombres. Agarra la carpeta de estudiante o secretaria como un salvavidas. Deben de ser los años cincuenta. Luego, ellas fueron conquistando poco a poco las calles, las oficinas, las bicicletas, los bares, los escotes, los anticonceptivos, las leyes, la risa.

Esa risa resuena hoy por Estambul: las militantes que miran desde las fotos no han podido cambiar el mundo como quisieron, pero no han perdido la batalla tampoco. Está en manos de otra generación seguir forzando la balanza. Desde el otro lado empujan: cada año son más las que toman el velo y forman en el batallón del estandarte divino. Hay entre ellas quien pretende que liberar a la mujer es posible ocultándole el pelo, es decir sometiéndola al más cruel de los amos, el dios de los teólogos.

Hay escaramuzas en Estambul: un beso en público contra un burkini en la playa. Una ley contra la violencia reivindicada en la calle y descafeinada antes de aprobarse. Aún es pronto para decir quién ganará. Pero aún vuelan banderas violetas en las plazas cada tantos días, aún ondean melenas bajo las pancartas, aún los gritos por la libertad resuenan en la calle y los taconeos en las tabernas: aún se baila en la revolución. Hay escaramuzas
en Estambul: un beso en público contra un burkini
en la playa

A mediados de los años treinta, el periodista húngaro-alemán Arthur Koestler pasó algunos días en Viena, la ciudad en la que había estudiado hasta 1925. La encontraba cambiada. Sobre todo la universidad. Ya no estaban las estudiantes guapas y cosmopolitas de Viena, a las que tanto les gustaba debatir de filosofía, escribiría más tarde. Habían cedido su lugar a un tipo de chica con trenzas, uniformada de imagen y de mente, que sólo hablaba de sangre y tierra, de grandezas nacionalsocialistas.

A Koestler siempre le quedó París, como hoy a marroquíes y libanesas, pero asusta pensar cómo una ideología —o varias: la estalinista no fue mejor, ni tampoco la nacionalcatólica— pudo acabar con las mujeres europeas que supieron liberarse en los años veinte. Sesenta años más tarde, las islamistas han tomado el relevo. Van filtrándose lentamente: en Iraq y Yemen, en Argelia y Palestina ya sólo quedan fotos en blanco y negro. El amo nunca se fue, y dios reparte sus uniformes.