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Liman
Adrián Mac Liman
[Mayo 2009]
Israel  columna 

Presionar a Israel

El nombramiento del conservador Avigdor Lieberman en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores del Estado de Israel fue acogido con estupor, cuando no con indignación, por los políticos árabes, quienes recuerdan la agresividad del discurso de este ultranacionalista hebreo, partidario en su momento de un ataque aéreo contra Egipto o de la adopción de castigos colectivos contra los palestinos.

Decididamente, Lieberman no es santo de devoción de los gobiernos de Oriente Medio, que no disimulan su temor ante un endurecimiento de la política hebrea frente a los vecinos de Israel. Hay sobradas razones para compartir su pesimismo. En efecto, el actual jefe de la diplomacia hebrea se apresuró a reiterar su rechazo a las iniciativas de paz presentadas en los últimos años por Norteamérica o la comunidad internacional, reconociendo como única alternativa válida la ya obsoleta Hoja de Ruta de 2004, criticada ya en aquél entonces por el ex general Sharon, líder del derechista Likud.

La extraña y tardía aceptación del documento por parte de Lieberman constituye, sin duda alguna, otra maniobra dilatoria del gabinete Netanyahu, empeñado en ganar tiempo para poder contrarrestar las presiones ejercidas por Washington para única solución viable, es decir, la creación de dos Estados – uno árabe, y otro, judío – en el exiguo territorio de la Palestina histórica.

Pero conviene hacer memoria y recordar que para el establishment político sionista, la victoria electoral de Barack Hussein Obama y su instalación en la Casa Blanca presupone un verdadero trauma. No tanto por el color de la piel del líder demócrata, como por sus antecedentes familiares. Netanyahu, empeñado en ganar tiempo para poder contrarrestar las presiones ejercidas por Washington Los políticos de Tel Aviv no dudaron en tachar a Hussein Obama de “criptomusulmán”, de amigo de los árabes o, lo que es aún peor, de detractor de la causa israelí. El presidente trató de poner los puntos sobre las íes, haciendo especial hincapié en su amistad con los líderes de la comunidad judía norteamericana y su apoyo al pueblo de Israel. Argumentos poco convincentes, según los dirigentes sionistas, incapaces de disimular su inquietud ante los intentos de acercamiento de Obama al mundo árabe-islámico.

A finales de 2008, pocas semanas después de las elecciones estadounidenses, los rotativos de Tel Aviv filtraron un informe atribuido a los consejeros de seguridad del presidente, Henry Siegman y Brent Scowcroft, en el que se recomendaba adoptar una postura más flexible frente a Tel Aviv con respecto al espinoso problema de los refugiados palestinos. Según la prensa hebrea, la Administración Obama se limitaría a negociar el posible reasentamiento de los refugiados en Oriente Medio y la solución del problema humanitario mediante el mero pago de compensaciones económicas. Nada menos cierto, en realidad, ya que los asesores de la Casa Blanca subrayaron la necesidad de promover, véase imponer, la solución de los dos Estados, que el actual Gobierno israelí se niega a contemplar.

Más allá del simple duelo verbal que, reconozcámoslo, recuerda otras épocas de tensión en las relaciones entre Norteamérica e Israel, se empieza a vislumbrar el cansancio de algunos sectores de la política estadounidense, partidarios de ejercer presiones sobre Israel.

Coincidiendo con la negativa de Lieberman de reanudar el diálogo intercomunitario iniciado en la Conferencia de Anápolis, se escuchan voces de politólogos americanos que reclaman un “cambio de tono” en las relaciones con Tel Aviv. En las últimas semanas, los principales medios de comunicación occidentales se hicieron eco de la “receta” elaborada por el catedrático Stephen Walt, quien recomienda las adopción de medidas destinadas a corregir las normas de conducta que rigen las relaciones bilaterales. Conviene que tanto Netanyahu como Lieberman sepan que en la era Obama
la impunidad de Israel
toca a su fin
Walt propone la reducción de la ayuda económica y militar estadounidense, un cambio radical de discurso por parte de Washington, el apoyo de la diplomacia estadounidense a las resoluciones de la ONU que condenan la ocupación de los territorios palestinos, la disminución paulatina de la cooperación “estratégica”, la limitación de las compras de material bélico de fabricación israelí destinado al ejército norteamericano, una política más restrictiva para con las organizaciones no gubernamentales que apoyan la colonización de los territorios palestinos y la construcción de nuevos asentamientos, la limitación de las garantías concedidas a los créditos destinados a Israel y, por último, aunque no menos importante, el compromiso de alentar a los aliados (europeos) de los Estados Unidos a ejercer a su vez presiones, tanto políticas, como económicas, sobre las autoridades israelíes.

Se trata, claro está, de medidas que, al ser adoptadas, generarían duras quejas y acusaciones por parte del establishment de Tel Aviv. Lo importante, estima Walt, es dejar constancia de que Norteamérica no traiciona al aliado judío al recomendarle que, por su propio interés, actúe en la “buena dirección”.

Ni que decir tiene que la mayoría de las acciones sugeridas por el catedrático estadounidense podrían desencadenar la ira de Tel Aviv e incrementar las presiones del poderosísimo lobby judío norteamericano. Sin embargo, conviene que tanto Netanyahu como Lieberman sepan que en la era Obama la impunidad de Israel toca a su fin.

Un último apunte: otros presidentes de los Estados Unidos trataron de aplicar la política del palo y la zanahoria para con el Estado judío. Algunos, como George Bush padre, lo consiguieron, obligando a Itzhak Shamir a acudir a la Conferencia de Madrid. Otros se jugaron la reelección…