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Literatura Novela 
Alexandros Papadiamantis | Η φόνισσα
[Grecia, 1903 · Edición española: Periférica, 2010]
La asesina
Laura Salas Rodríguez (Traducción) · Raquel Pérez Mena (Introducción)

Papadiamantis: Asesina“Pero vamos a ver, dígame usted si hacía falta que nacieran tantas niñas. Y si nacen, ¿vale la pena criarlas? Mejor que no salgan adelante”

Este escalofriante pensamiento de su protagonista resume la tesis de La asesina de Alexandros Papadiamantis, autor griego del s. XIX que, como suele suceder, a menudo aparece etiquetado como costumbrista o muy del gusto de la época. Sin embargo, con ser el mejor representante del relato de su tiempo, y el más conocido entre los griegos, hay que decir que La asesina es mucho más que una novela corta decimonónica, porque contiene una reflexión inusual para el mundo griego sobre la mujer, su situación y papel en la sociedad, que el autor retrata con amargura en la persona de Fragoyanú, una de tantas mujeres de las islas o las poblaciones pequeñas de aquel estado griego recién inaugurado, marcada desde su nacimiento por el azar de haber sido niña y no varón.

En una sociedad mermada por las guerras, la pobreza y la emigración masculina, donde la tradición exige de la mujer una generosa dote (una vivienda, terrenos y dinero en metálico, además del ajuar) para poder acceder al matrimonio y liberar así a los padres de una pesada carga, nacer mujer o engendrar niñas es casi una maldición, o al menos a esa conclusión llega nuestra asesina tras una muy difícil vida en la que solo ha contado con su ingenio (una mente femenina, que se dice en griego, por su capacidad de resolución) para sortear las sucesivas olas que la han azotado desde su llegada al mundo. De hecho, para su madre siempre ha sido un estorbo y como tal su trato hacia ella; su familia dejará la mejor parte de sus bienes para el varón de la casa, portador del apellido y el linaje, y buscará para ella un marido conformista y simplón, que acepte cualquier propiedad ruinosa como dote. Del mismo modo, también ella, madre de niñas y varones, percibirá la existencia de estas como un verdadero lastre en su vida, ante la imposibilidad de “colocarlas” a todas.

En un eterno círculo vicioso que perpetúan las propias mujeres, unas asumen la indeseada y afrentosa soltería, convirtiéndose en mocitas viejas mientras sus ajuares se apulgaran en un triste arcón; otras aceptan el mejor partido que se les presente, a menudo no mucho más halagüeño que el celibato forzoso, como alivio al menos para sus familias; las que engendran varones se tienen por dichosas y se jactan de ello; las que tienen niñas afrontan su cruel destino buscándoles un partido o dejándolas para vestir santos. Por su parte, los varones son educados, de nuevo por esas mismas mujeres, en la permisividad y libertad total, y así los hijos de la protagonista la olvidan a ella y a sus hermanas una vez que parten a hacer las américas… Otro de ellos maltrata a su madre viuda y apuñala a su hermana, pero las dos lo encubren e interceden por él ante la autoridad.

Estas escenas, que sin duda nos resultan aún hoy familiares, junto con otras muchas componen un verdadero mosaico, una celosía a través de la cual podemos ver mucho más que las típicas y manidas escenas costumbristas, aunque aparezcan algunos aspectos de este tipo, como el contrato de matrimonio. ¿Qué decir de la impagable escena en que el patrón justifica sisar de los jornales porque tiene niñas que sacar adelante? Es el retrato ácido de una situación real, la de la fragilidad de la reputación femenina y el delicado hilo del que pende su lugar en la sociedad, férreamente vigilado por otras mujeres (la suegra, la cuñada, la vecina) que tan pronto pueden ensalzar una virtud como hundirla en el lodo poniendo una marca de “machorra” o “ramera”. Alexandros PapadiamantisPues tampoco las mujeres acomodadas lo tienen más fácil: las veleidades de Marousa, una muchacha bien del pueblo, tienen el peor resultado, del que le ayuda a deshacerse, ante la insoportable presión además de la maledicencia femenina, nuestra Fragoyanú, partera y celestina, charlatana y curandera, lista como el rayo.

Es ella la misma que halla la solución al oneroso sino que persigue a cuantas mujeres prolongan esta maldición bíblica dando a luz a otras mujeres: que no salgan adelante. Un apretón en el delicado cuello de un bebé aleja tantos quebraderos de cabeza… Pero, ¿dónde está el límite? Fragoyanú transgrede una ley natural y cruza la línea roja de Caín, pero llega a considerar la suya una misión bendecida por el cielo, incluso cuando la justicia humana la empieza a perseguir: lo que había hecho tanto antes como ahora lo había hecho para bien.

Papadiamantis describe con maestría todos estos aspectos sobre el telón de fondo de la naturaleza griega, otro personaje más de la obra, que participa en el rumor del agua fresca que mitiga la sed de la fugitiva o el fragor de las olas que rompen salvajes en su escondrijo; en los rayos de sol que convierten en diamantes las gotas de rocío y disipan el frío que acucia la noche del alma de la asesina; en los pájaros que, para envidia de Fragoyanú, reinan libres sobre paisajes nunca vistos por los lugareños; o en las arenas que se abren bajo los pies de la anciana cuando la marea sube terrible y veloz, como la llegada del ángel exterminador.

Hombre de enorme cultura, conocido por su profunda espiritualidad y vida cuasi eremítica a pesar de ser seglar, las referencias de corte religioso son diversas también en esta obra, como las citas de salmos o la propia búsqueda de consuelo por parte de la asesina en un templo consagrado a un santo conocedor de los sufrimientos ocultos, o en la repetición mecánica de una letanía (¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí!) para poder conciliar el sueño, cuando las imágenes de las niñas muertas se le presentan cual Erinias. Tampoco faltan los elementos del mundo clásico, como el agua del Leteo que parecen haber bebido sus hijos en América. Todo ello en el griego oficial de la época, la versión purista o katharevousa, aunque en un tono menos rígido que en otros autores, y esmaltado de vocablos y expresiones del griego más común, el demótico de la isla de Skiathos.

Consigue, pues, el autor entrelazar las dos tradiciones que se dan la mano en el mundo griego para tensar la cuerda del desenlace: perseguida por las Furias que ella ha creado, en busca de la salvación espiritual y física, a pocos pasos de la ermita redentora y seguida muy de cerca por sus perseguidores, la asesina se enfrenta a su destino, al petrificante rostro de la gorgona de su interior, a medio camino entre la justicia humana y la divina.

[Raquel Pérez Mena]

La asesina


1

Recostada cerca del fuego, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el borde de la chimenea, la tía Jadula, más conocida como Yanú Frányisa, la de Ioanis Frangos, no dormía, sino que sacrificaba su sueño al lado de la cuna de su pequeña nieta enferma. La parturienta, la madre de la criatura, se había dormido hacía poco sobre su pobre jergón colocado a ras de suelo.

El pequeño candil titilaba, colgado bajo la campana del hogar. Arrojaba más sombra que luz sobre los escasos y miserables muebles, que parecían más limpios y ordenados por la noche. Las tres teas a medio consumir y el gran leño de pie en el fuego arrojaban mucha ceniza, algunas brasas y, por momentos, una llama temblorosa; entonces la vieja recordaba entre sueños a su ausente hija pequeña, Crinió, que si se encontrara en aquel momento en la habitación, canturrearía, como salmodiando, aquello de: «Si es amigo, que se alegre; si enemigo, que reviente...».

Jadula, la llamada Frányisa, o Frangoyanú, de casi sesenta años, era una mujer bien hecha, de rasgos hombrunos, de energía masculina, y con un asomo de bigote sobre los labios. Al reflexionar, a la luz de sus recuerdos, sobre su vida entera, veía que no había hecho otra cosa que servir a los demás. De niña, sirvió a sus padres. Cuando se casó, fue esclava de su marido —y sin embargo, a causa del carácter de ella y de la debilidad de él, fue a la vez también su tutora—; cuando tuvo hijos, fue criada de sus hijos; cuando sus hijos tuvieron hijos, fue de nuevo la sirvienta de sus nietos.

La criatura había nacido dos semanas antes. Su madre había tenido un parto difícil. Era la que dormía en la cama, la hija primogénita de Frangoyanú, Deljaró Trajílena, la mujer de Trajilis. Se habían dado prisa en bautizarla el décimo día porque estaba muy enferma: tenía una tos que parecía tos ferina, acompañada de síntomas casi espasmódicos. Cuando la bautizaron, la criatura se encontró mejor la primera noche, y la tos disminuyó un poco. Durante muchas noches, Frangoyanú no había conciliado el sueño ni había cerrado los párpados, velando al lado de la criatura, que no podía imaginar cuántas molestias ocasionaba, ni cuánto martirio le quedaba por sufrir, si sobrevivía. Y no podía ni imaginarse la pregunta que sólo su abuela se hacía para sus adentros: «Dios mío, ¿para qué tiene que venir ella también al mundo?»

La vieja la acunaba, y habría sido capaz de hacer de sus sufrimientos canciones sobre la cuna de la pequeña. Durante la noche pasada, en efecto, había «delirado» evocando todas sus amarguras con crudeza. En forma de imágenes, escenas y visiones, había rememorado toda su vida, inútil, vana y pesada.

Su padre era ahorrador, trabajador y prudente. Su madre era mala, blasfema y envidiosa. Era una de las arpías de su época. Sabía de brujería. La habían perseguido dos o tres veces los bandoleros, los mozos de Caratasos y de Gatsos y de los demás jefes guerrilleros de Macedonia. Lo hicieron para vengarse, porque les había aojado y no les iban bien las cosas. Tres meses estuvieron de brazos cruzados, y no pudieron hacerse con ningún botín, ni de turcos, ni de cristianos, y el Gobierno de Corinto no les había mandado ninguna ayuda.

La habían perseguido desde la cima de San Atanasio hasta la llanura del Profeta Elías, la de los altos plátanos y la próspera fuente, y desde allí hasta Merovili, en la ladera de la montaña, entre la espesura y las arboledas. Probó a esconderse entre unos matorrales, pero no se dejaron engañar. El rumor de las hojas y las ramas, y su propio miedo, que transmitía un temblor temeroso a las ramas y arbustos, la traicionaron. Escuchó entonces un grito feroz:

—¡Te agarramos, moza!

Ella saltó por entre los arbustos y corrió como tórtola asustada, con sus anchas mangas blancas aleteando. No había ya esperanza alguna de escaparse. Antes, la primera vez que la habían perseguido, había conseguido esconderse, abajo en Piryí, lugar abundante en senderos. Aquí, en Merovili, no había veredas ni laberintos, sólo arboledas y sendas escabrosas. La entonces joven Deljaró, la madre de Frangoyanú, saltaba como una cervatilla de arbusto en arbusto, descalza, pues hacía mucho que se había quitado las zapatillas de los pies (uno de los perseguidores había cogido una como trofeo) y las había tirado tras ella, y las espinas se le clavaban en los talones, y le raspaban los tobillos y las piernas, y le hacían sangre. Entonces, en su desesperación, tuvo una idea.

En aquel bosque, en la ladera de la montaña, había un único olivar cultivado, llamado el Pino de Moraitis. El viejo Moraitis, el abuelo del propietario, había emigrado desde Mistrás hasta aquel lugar a finales del siglo anterior (en la época de Catalina la Grande y Orloff). El famoso pino se erguía en mitad del olivar, como un gigante entre enanos. El árbol milenario estaba hueco cerca de la raíz, en la parte inferior de su gigantesco tronco, que ni cinco hombres podrían rodear con sus brazos. Los pastores y pescadores lo habían ahuecado, le habían vaciado el corazón, le habían excavado la tierra alrededor, para obtener de él abundante madera resinosa para hacer teas. Y pese a su terrible herida en las fibras, en las entrañas, el pino sobrevivió otros tres cuartos de siglo, hasta 1871. Aquel año, alrededor de julio, los habitantes sintieron un gran terremoto, a una milla de distancia, bajo el agua. Aquella noche cayó el gigante.

Hacia aquel hueco, dentro del cual podían sentarse cómodamente dos personas, corrió a esconderse la entonces recién casada Deljaró, la madre de nuestra Frangoyanú. La resolución era desesperada y casi infantil. Allí no estaba escondida más que en su fantasía, como si jugara al escondite. Sus perseguidores, por supuesto, la verían, descubrirían su refugio. Sólo por detrás estaría a salvo, pero no de frente. En cuanto los tres bandoleros rebasaran el pino, la verían como clavada allí.

Los tres hombres corrieron, pasaron de largo y continuaron su carrera. Dos de ellos ni siquiera se dieron la vuelta para mirar atrás. Imaginaban que la muchacha corría delante de ellos. Sólo en el último momento el tercero se volvió hacia atrás, algo confundido, y miró a todas partes menos hacia el tronco del árbol. Veía también una parte del árbol, pero no imaginó que el árbol tenía una cavidad, ni que dentro de la cavidad se escondía una persona. Tuviera o no noticia del hueco del gigantesco árbol, en ese momento no pensó en él. Miró a ver dónde se había abierto la tierra para tragársela —pues no había ningún lugar donde hubiera podido esconderse—. Las dríadas, las ninfas de los bosques, a las que quizás invocaba en su brujería, la protegieron, cegaron a sus perseguidores, arrojaron a sus ojos bruma verdosa, hierba oscura, y no la vieron.

La joven mujer se salvó de sus garras. Y después continuó haciendo brujería, hechizos contra los bandoleros, para desbaratarles el negocio, de manera que no encontraban botín por ninguna parte (y con la ayuda de Dios se calmaron las cosas, y el sultán Mahmud regaló, según dicen, las Espóradas Septentrionales, las «Islas del Diablo», a Grecia), y desde entonces comenzaron a contribuir a la hacienda pública. De recaudar botines pasaron a recaudar impuestos, y desde aquel momento, todo el pueblo elegido sigue trabajando para la sorda y enorme panza central.

Jadula Frányisa, aunque muy pequeña, ya había nacido, y recordaba todo lo que contaba luego su madre. Después, cuando creció, y cumplió diecisiete años, y todo estaba más o menos en paz, en la época de Capodistrias, sus padres la casaron, y le dieron por marido a Yanis Frangos, al que luego su mujer llamaría el Sombreros y el Cuentas.

Estos dos sobrenombres no se los había dado su esposa Jadula sin motivo. «Sombreros» lo había apodado aun antes de casarse, cuando se reía de él a menudo, con su malicia virginal (sin saber que él sería «su suerte» y «su destino») porque, en lugar de fez, llevaba una especie de sombrero alto, rojo ceniza, con flecos cortos. «Cuentas» lo apodó más tarde, después de casados, porque acostumbraba a decir la frase «así están las cuentas», y porque, además, era incapaz de contar ni siquiera unas pocas monedas, ni dos jornales. Si no hubiera sido por ella, lo habrían engañado todos los días; nunca le habrían pagado correctamente su esfuerzo en los barcos, los astilleros y las atarazanas, donde trabajaba como carpintero o calafateador.

Había sido durante mucho tiempo alumno y aprendiz de su padre, ya que ejercía el mismo oficio. Cuando el viejo lo vio tan simple, austero y modesto, lo apreció, y decidió hacer de él su yerno. De dote le dio una casa abandonada, medio derruida, en el antiguo Castro, habitado hace tiempo, antes de 1821. Le dio también un huerto, situado en las afueras de Castro, sobre una costa escarpada, a tres horas de la ciudad actual. Asimismo un pequeño terreno sin cultivar que el vecino reclamaba como suyo; el resto de los vecinos decían que los dos terrenos que se disputaban se los habían apropiado, y que en realidad eran de manos muertas, y pertenecían a un monasterio abandonado. Esta fue la dote que dio el viejo Stazarós a su hija. Además era hija única. Para sí mismo, su mujer y su hijo guardó las dos casas recién construidas en la villa nueva, los dos viñedos cerca de ésta, dos olivares, unos pocos campos y cuanto dinero tenía.

Hasta aquí habían llegado los recuerdos de Fragoyanú aquella noche. Era la undécima noche después del parto de su hija. La niña había tenido una recaída y sufría horribles dolores. Había venido al mundo enferma. La desgracia la perseguía desde el vientre de su madre... En aquel instante se escuchó una tos espasmódica, y sus ensueños y recuerdos se interrumpieron. Se levantó del catre en el que estaba recostada, se inclinó sobre la criatura, e intentó ayudarla. Acercó a la luz del candil un pequeño frasco. Probó a darle una cucharada en los labios a la niña. La pequeña tragó el líquido y un momento después lo vomitó de nuevo.

La parturienta se removió en la baja y estrecha cama. Parecía que no dormía bien. Estaba sólo adormecida, tenía los párpados cerrados. Abrió los ojos, se incorporó dos o tres dedos sobre la cabecera y preguntó:

—¿Cómo está, madre?
—¡Cómo va a estar! —dijo secamente la vieja—. No empieces tú ahora. ¿Qué va a hacer? ¡Tendrá que toser...!
—¿Cómo la ve, madre?
—¿Cómo la voy a ver? Es un bebé... Ya ves, vino ella también al mundo... —añadió la vieja de modo extraño y sombrío.

Al poco, la parturienta se durmió más profundamente. La vieja cerró apenas los ojos al amanecer, tras el tercer canto del gallo. Se despertó con la voz de su hija, de Amersa, que vino muy de mañana desde la otra casita vecina, impaciente por saber cómo se encontraban la parturienta y la criatura, y cómo había pasado la noche su madre.
Amersa, la segunda hija, era soltera, o más bien solterona, pero muy hacendosa, y afamada tejedora; era muy morena, muy alta, hombruna —y su dote y sus adornos bordados en oro, que ella misma había confeccionado, llevaban muchos años guardados en un tosco arcón, roídos por las polillas y la termita—.

—¡Buenos días! ¿Cómo estáis?
—¿Eres tú, Amersa? Pues ya ves, otra noche más.

La vieja acababa de despertarse y se frotaba los ojos, con voz temblorosa. Se escuchó un ruido proveniente de la habitación vecina. Era Tandís Trajilis, el marido de la parturienta, que dormía tras el delgado tabique de madera, al lado de otra niña y un pequeño de corta edad, y que acababa de despertarse. Recogió sus herramientas (azuela, sierra, cepillo), y se preparó para ir al astillero a empezar la jornada.

—¡Mira qué escándalo! —dijo la vieja—. ¿No puede recoger los hierros esos sin hacer ruido? Quién sabe qué dirán los que lo oigan.
—«Mucho ruido» —dijo irónicamente Amersa.

El ruido de las herramientas que Tandís, aún invisible tras el tabique de madera, echaba una a una en su bolsa de esparto (azuela, sierra, taladrador, etc.) despertó también a su mujer, la parturienta.

—¿Qué pasa, madre?
—¡Qué va a pasar! Constandís está echando las herramientas en la bolsa... —dijo suspirando la vieja.
—«Y pocas nueces»— completó el refrán Amersa.

Entonces se escuchó la voz de Constandís tras la pequeña medianería.

—¿Se ha despertado, suegra? —dijo—. ¿Qué tal la noche?
—¡Pues qué quieres! «Como la gallina en el molino»... Ven a tomarte el aguardiente.

Tandís apareció en la puerta del cuarto de invierno. Era ancho de torso, con un tronco sin gracia, «desgarbado», como decía su suegra, y casi barbilampiño. La vieja le indicó a Amersa la pequeña botella de aguardiente en la repisa del hogar, y le hizo un gesto para que llenara el vaso de Constandís.

—¿No quedan higos? —preguntó él tomando el vaso de aguardiente de manos de su cuñada.
—¡De dónde quieres que los saquemos! —dijo la vieja Jadula—. Cuarenta roscas necesitamos aquí —añadió, refiriéndose al despilfarro que normalmente tiene lugar en las casas más pobres cuando acontece algún hecho señalado, como por ejemplo, el nacimiento de una hija.
—Quieres novio, y lo quieres con ojos, encima —dijo su cuñada Amersa, recordando otro refrán.
—¿Por qué, tú el tuyo lo querrías bizco? —dijo Constandís, sin sentirse molesto—. ¡Salud!
Y se bebió de un trago el contenido del vasito.
—¡Buenas noches!
Se colgó la bolsa, y se fue a los astilleros.